miércoles, 28 de noviembre de 2018

Metro 1830.

Era un vagón de tren abandonado en la selva.
Ese asiento en el que yo me sentaba a viajar a ninguna parte.
Un náufrago que no había salido de casa.
Era una rama cruzando los soportales de mi infancia.
Ese vértigo a no vivir.
Un soñador con insomnio.

No sé.
El mar.
Que queman las ojeras.
Y colorean las mejillas. Siempre.
En la selva pirata de no sé que lugar.
Era la insana costumbre de saltar a los charcos.
Ese sosiego interno tan feroz.
Un afán loco porque volviera a llover.

No sé.
Mi cuerpo.
Que bebe de mi piel.
Y estira mis articulaciones en tu baile de máscaras.
En el viaje de vuelta de nunca ir.
Era una bolsa de plástico rodando por la plaza de tus sueños.
Esa paz fugaz de ver mujeres al paso.
Un finito destello de vientres y abejas.

No sé.
Humana.
Que dice que no.
Y salta por encima de todas las heridas.
Era vivir.
Ese instinto animal.
Un adiós a tiempo.
No sé.
Mi rabia.
Era ese.
Ese un.
Un no sé qué mal dicho.
Que y.
Y si fuera...

En el negro, serpenteante destello marcando el camino. Los pies invertebrados, caminan ya, descalzos, con el mapa invertido, las flores esparcidas por las cunetas de Lorca y tu voz al unísono grito de acabar con las ausencias.