miércoles, 23 de noviembre de 2011

En el fondo, todos somos un poquito mortales.

Cuando le pedí a Julián que me rescatara del frío optó por poner en alerta todos mis sentidos y los suyos en un compás que recordaría mi suerte un poco más adelante, mi cara descompuesta denotaba el miedo que me producía aquella tarde lluviosa de abril, en la que había hecho más frío que en todo el invierno, muy sutil me supliqué a mi misma que no se me notara que lo que pretendía era que él hiciera de mi miedo una cometa y la lanzara a volar lejos pese a darme miedo las alturas, que me dejara tan sola como para ni siquiera sentir miedo, que la soledad me hiciera sufrir, que me hiciera tanto daño que aventajara mi querida suspicacia, el único de mis temores del que no quería desprenderme, quería que Julián me susurrara palabras al oído, que me enredara de sus despojos y así me convirtiera en la reina de las mezquindades que me solía contar cuando aún creíamos que éramos solo niños. 

Cuando fumábamos porros en la puerta del colegio y parecía que podíamos eternizarnos en aquella estupidez, los dos con la nariz roja del frío y el porro consumiendo nuestra vida y aventajando las ganas de besarnos. Julián siempre me dejaba las últimas caladas porque era frecuente en mí pensar que contenían vida y yo quería que se apagara en mis labios para empaparme así de calor. Pero aquella tarde no era como las demás que habíamos vivido ninguno de los dos, era la tarde en la que le pedí antes de marcharse, que me guardara en una cajita todos los besos que iba a ir perdiendo a lo largo de la vida, para que en futuro pudiera arrepentirme del 99% de los pasos que diera. Era la tarde en la que lo perdería para siempre, la única tarde de toda mi vida que pesaría sobre mi conciencia el resto de mis días. Por eso ya tan solo quería que Julián me rescatara del frío y me dejara sola, porque no había motivos para eternizar más la agonía. Abrió su fría y pequeña mano y reposaba un trozo de papel sucio y ajado sobre ella, me pidió que lo cogiera y que lo leyera cuando estuviera sola que así siempre quedaría la llama por si algún día necesitábamos resurgir de nuestras cenizas como el ave fénix de los cuentos de los que hablaban los niños.
Julián y Lillith ya no se querían y los dos lo sabían, era un hecho que martilleaba en las conciencias de cada uno, recordándoles que aunque lo hubieran intentando, ya no eran inmortales como cuando se amaban.

Oviedo, 7 de noviembre de 2010.
(Devuélveme la inspiración, cuidad de la lluvia, que te la quedaste toda)

1 comentario:

  1. wooooow!!! me encantaaa^^ es genial!!=D es perfecto el final...=) y la guinda ya es la frase de debajo de la fecha...=)=)

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