No le vi mirar hacia atrás cuando salió por la puerta, ni
una sola vez se giró para ver que se perdía yéndose tan lejos. Nunca le vi
pestañear cuando tomaba decisiones serias o temblar mientras bebía café y yo le
miraba despistada. No llegó a dudar nunca sobre las cosas que hacía o sobre las
que dejaba pasar porque se guió siempre por impulsos instantáneos, impulsos o
corazonadas que hacían que estuviera tan seguro de sí mismo que el círculo
polar ártico se hubiera derretido allí mismo si él lo hubiera querido así.
Éramos la duda y la certeza. Demasiado diferentes diría yo,
para caminar en el mismo sentido y hacia el mismo lugar. Siempre odié las
líneas paralelas, porque no podrían llegar a juntarse nunca aunque quisieran,
era su naturaleza. Teorías exactas, dibujos milimétricos que nos separarían
siempre. Vidas en mundos opuestos pero paralelos, que jodida metáfora.
No sé por qué pero me gusta la gente que no duda, que no
tiembla y que se lanza al vacío en un abrir y cerrar de ojos y ya se puede caer
el mundo ahí fuera que no importa porque si se cayera sabría que le iba a
pillar en el aire y no pasaría nada.
Lo cierto es que no volví a ver al chico que no dudaba. No
volví a saber de él y ya me olvidé de cómo eran sus ojos, su risa, su pelo y su
olor. Ya no recuerdo qué tono tenía su voz ni como era su cara cuando dormía.
¿Cómo se puede echar de menos algo que no recuerdas?
Que lo que quiero lo olvido y lo que no quiero lo recuerdo.
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