miércoles, 3 de abril de 2013

La naturaleza de las líneas paralelas


No le vi mirar hacia atrás cuando salió por la puerta, ni una sola vez se giró para ver que se perdía yéndose tan lejos. Nunca le vi pestañear cuando tomaba decisiones serias o temblar mientras bebía café y yo le miraba despistada. No llegó a dudar nunca sobre las cosas que hacía o sobre las que dejaba pasar porque se guió siempre por impulsos instantáneos, impulsos o corazonadas que hacían que estuviera tan seguro de sí mismo que el círculo polar ártico se hubiera derretido allí mismo si él lo hubiera querido así.

Éramos la duda y la certeza. Demasiado diferentes diría yo, para caminar en el mismo sentido y hacia el mismo lugar. Siempre odié las líneas paralelas, porque no podrían llegar a juntarse nunca aunque quisieran, era su naturaleza. Teorías exactas, dibujos milimétricos que nos separarían siempre. Vidas en mundos opuestos pero paralelos, que jodida metáfora.

No sé por qué pero me gusta la gente que no duda, que no tiembla y que se lanza al vacío en un abrir y cerrar de ojos y ya se puede caer el mundo ahí fuera que no importa porque si se cayera sabría que le iba a pillar en el aire y no pasaría nada.

Lo cierto es que no volví a ver al chico que no dudaba. No volví a saber de él y ya me olvidé de cómo eran sus ojos, su risa, su pelo y su olor. Ya no recuerdo qué tono tenía su voz ni como era su cara cuando dormía. ¿Cómo se puede echar de menos algo que no recuerdas?
Que lo que quiero lo olvido y lo que no quiero lo recuerdo.

Son curiosas las líneas paralelas porque sé que está ahí pero nunca lo voy a poder tocar aunque vayamos al mismo lugar, a la misma ciudad, no nos encontraremos jamás porque ya no nos conoceremos.



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