Los besos carmesí de primera hora de la mañana, mientras contemplan la ciudad que se ha despertado mucho antes que ellos y avanza atónita hacia el compás de un nuevo día, mientras ignora con todas sus fuerzas a aquellos locos que la miran y se ríen desde el último piso de un edificio indiferente. Los locos se besan y se abrazan, mientras su pelo se alborota y beben un zumo de naranja que sabe a pedacito de cielo y fuman su primer porro mañanero. Sus pupilas dilatadas no se miran, no se encuentran en el firmamento porque la ciudad se presenta mucho más excitante.
Avanza el letargo del día y ya el sol se posiciona en el centro del cielo, imponente, cálido y a la vez tan distante, que parece frío, del más puro hielo, apuestan el par de locos. Aún no han salido de la cama y continúan arremolinando sus cuerpos en una sola figura, rodeada de sábanas blancas y ceniza. Él se acerca a la mesita de noche y del primer cajón extrae un libro tan viejo como el sol y como si se le conociera de memoria lo abre y comienza a leer, es un poema de Bukowski, se tira hacia atrás y cuando ha quedado completamente tumbado, su voz se hace más fuerte y más tierna, a la vez que ella se derrite ante sus palabras.
Llega la noche, sobria y penetrante y comienza el duelo del vino, abren la ventana y dejan que el aire frío de la ciudad entre y campe a sus anchas por la habitación y por su cama. Entonces ella saca una guitarra y se propone enamorar a su loco en cada nota y en cada verso que salga de su garganta, y a él se le dibuja una sonrisa en la comisura de los labios mientras saca la marihuana y comienza a liarse otro porro, justo después de haber brindado con la copa de vino blanco y haberse prometido no quererse nunca, más allá de la locura sobre la que estaban viviendo y más allá de la ciudad que les había visto ser ellos mismos.
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